Decir que Tim Burton es una de las rara avis del cine
norteamericano actual no sería decir nada nuevo. Pero hace varios lustros que
desistí de escribir algo nuevo. En cualquier caso, en pocos directores se da
como en él una imaginación desbordante y una íntima conexión entre literatura y
cine. Debo recordar aquí una joyita de las que creo que hay que tener en papel,
como es La melancólica muerte de Chico Ostra, publicada en España por
Anagrama.
Este creador gótico, digno descendiente de Edgar Allan Poe,
ha sido capaz de ir captando a un público muy heterogéneo con películas para
todos los públicos como Eduardo Manostijeras, Mars Attacks o Pesadilla
antes de navidad. Son de remarcar sus fidelísimas versiones del musical Sweeny
Todd, y de una de las obras maestras de Kubrik, El planeta de los simios. Su Batman
fue el mejor de la saga, acompañado de la electrizante banda sonora de Prince.
Algunas de sus libérrimas adaptaciones cinematográficas de
obras literarias han sido la emocionante La leyenda de Sleepy Hollow o
la entrañable Charlie y la fábrica de chocolate, que contrastan
con la floja versión de Alicia, en 2-Ds y media, quizás demasiado
sesgada por la edulcorada Disney.
A menudo sucede que la adaptación cinematográfica de una
obra literaria cercena el original. Otras, en cambio, esta mutación convierte
un simple texto en una obra de arte. Y la mejor de sus películas, la que jamás
me cansaré de ver, es Big Fish. La versión de la novela de Daniel
Wallace es sencillamente sublime. El mensaje idealista que contiene resulta
casi irreverente en los tiempos materialistas que corren; el modelo que ofrece
dista mucho de los valores asociados al triunfador norteamericano; su sentido
es muy próximo a la interpretación romántica del Quijote.
En el vasto océano de la pantalla, Tim Burton es, en definitiva, uno de
los peces más grandes, que ha logrado convertir sus ideas, sus sueños, sus
pesadillas, su literatura, en historia del cine.
PAP
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