miércoles, 31 de julio de 2013

De las rosas

Dice Sansón Carrasco para alabar la popularidad de la primera parte del Quijote que “los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran” (Don Quijote de la Mancha, II, 3).
Sin lugar a dudas es patrimonio de muy pocas obras esta diversidad de lecturas que permite la novela y la hace, no solo permanecer en nuestra memoria, sino ir creciendo en nosotros, mientras ensanchamos su comprensión, y, en última instancia, conformar nuestra visión del mundo.
El principito es entrañable desde la dedicatoria, que el autor dirige a su mejor amigo. Me lo regalaron unas navidades, cuando apenas contaba siete años. Recuerdo la desazón que me produjo ver el sombrero, y no el elefante engullido por aquella boa. Pero me sedujo el protagonista de esta poética narración, un niño que nunca renuncia a saber la respuesta de cualquier pregunta que le asalta; vive en un pequeño planeta, con tres volcanes (uno de ellos inactivo) y una rosa, donde crecen peligrosos baobabs, que se creen muy importantes porque son grandes, y el principito tiene que arrancarlos para que sus enormes raíces no destruyan el asteroide.
A partir de la adolescencia, empezaron a hacerme gracia el monarca absoluto razonable, pero sin súbditos, el vanidoso a quien nadie admira o el hombre de negocios que cree atesorar todo lo que cuenta y anota. Es una novela de hombres solitarios, presos de un destino trágico que los encierra en un mundo donde cumplen su misión, que no sirve para nada.
Después constaté que “solo podemos ver bien con el corazón. Todo lo esencial es invisible para los ojos.” Como el amor con su rosa. Su rosa es bella y algo orgullosa, y requiere a todas horas la atención del principito.
Antoine de Saint-Exupéry fue uno de esos primeros pilotos que conquistaron los cielos. Una noche como la de hoy desapareció en un vuelo sobre el mar Mediterráneo. Si miráis hoy al cielo, sonreíd. Y nunca, nunca dejéis de mimar y regar cada día vuestra rosa.

PAP




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