Dice Sansón Carrasco para alabar la
popularidad de la primera parte del Quijote que “los niños
la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos
la celebran” (Don Quijote de la Mancha, II, 3).
Sin lugar a dudas es patrimonio de muy
pocas obras esta diversidad de lecturas que permite la novela y la
hace, no solo permanecer en nuestra memoria, sino ir creciendo en
nosotros, mientras ensanchamos su comprensión, y, en última
instancia, conformar nuestra visión del mundo.
El principito es entrañable
desde la dedicatoria, que el autor dirige a su mejor amigo. Me lo
regalaron unas navidades, cuando apenas contaba siete años. Recuerdo
la desazón que me produjo ver el sombrero, y no el elefante
engullido por aquella boa. Pero me sedujo el protagonista de esta
poética narración, un niño que nunca renuncia a saber la respuesta
de cualquier pregunta que le asalta; vive en un pequeño planeta, con
tres volcanes (uno de ellos inactivo) y una rosa, donde crecen
peligrosos baobabs, que se creen muy importantes porque son grandes,
y el principito tiene que arrancarlos para que sus enormes raíces no
destruyan el asteroide.
A partir de la adolescencia, empezaron
a hacerme gracia el monarca absoluto razonable, pero sin súbditos,
el vanidoso a quien nadie admira o el hombre de negocios que cree
atesorar todo lo que cuenta y anota. Es una novela de hombres
solitarios, presos de un destino trágico que los encierra en un
mundo donde cumplen su misión, que no sirve para nada.
Después constaté que “solo podemos
ver bien con el corazón. Todo lo esencial es invisible para los
ojos.” Como el amor con su rosa. Su rosa es bella y algo orgullosa,
y requiere a todas horas la atención del principito.
Antoine de Saint-Exupéry fue uno de
esos primeros pilotos que conquistaron los cielos. Una noche como la
de hoy desapareció en un vuelo sobre el mar Mediterráneo. Si miráis
hoy al cielo, sonreíd. Y nunca, nunca dejéis de mimar y regar cada
día vuestra rosa.
PAP

