miércoles, 27 de abril de 2016

(De terciopelo)


Cuando un conjunto de africanos viene a tocar a Barcelona, la magia está asegurada. Conocí a Youssou N’Dour el día que cumplí 14 años, en el mítico concierto de Amnistía Internacional al que me llevaron mis tías guays. Con Radio 3 (y con Peter Gabriel y su sello Real World, y con Mr. G), llegó una lista interminable: de Salif Keita a Oumou Sangare, de Lokua Kanza a Mulatu Astatke, del afrobeat de Fela Kuti al de su hijo Femi, del raï de Khaled o Cheb Mami a la voz profunda de Cheika Remitti (y al recuerdo siempre de Hasni), de Richard Bona a Richard Bona. Pero llegué tarde a Papa Wemba, ya en este siglo, yo diría que cuando supe que iba a verlo en el festival de SOS Racisme que se celebraba en el Moll de la fusta.
Murió este domingo sobre un escenario, el lugar donde brillan las verdaderas estrellas de la música. Grabó más de cuarenta discos a lo largo de unos cincuenta años de carrera. Dicen que hacía rumba congoleña. Y no dicen mucho más (o no dicen nada). Yo solo sé que creaba música de esa que a uno le (con)mueve y que su voz aterciopelada me hizo levitar desde el primer instante en que la escuché en directo (me levanté del césped de un salto, con la carne de gallina: tengo testiga. Sus músicos ayudaron…)
Creo recordar que hace como una década cometió un horrible crimen por el que fue arrestado en París: parece ser que había ayudado a muchos congoleños a llegar a Europa. Algún día será premiado por ello, aunque tarde. Mientras por aquí andamos obsesionados con los diamantes o el coltán, o el dinero (expoliado por dictadores) que guardamos aquí, y propiciamos, con las armas que fabricamos, con nuestras acciones políticas exteriores, que se maten tanto cuanto puedan, olvidamos que nos está llegando lo mejor de cada tribu, de cada población o comunidad africana, que debería aportar a esta vieja y gris (blanca) Europa un ingrediente imprescindible en la necesaria regeneración cultural, laboral, social e incluso genética que nos hace falta.
(Por suerte, la música no tiene fronteras: las fronteras solo existen en el cerebro humano).

PAP


jueves, 21 de abril de 2016

Púrpura


No sé si Prince fue para mí un guru, un amigo, un maestro o una droga. No sé durante cuántos años lo escuché a diario. No sé en cuantas relaciones sexuales cantó para nosotros. No sé cuántas veces lo he visto en directo. No sé cuántas canciones suyas me sé de memoria. He pasado más horas 'con él' que con muchos de mis familiares y amigos.
Conservo un vago recuerdo de la primera noticia que tuve de Prince. Debía rondar los diez años de edad cuando escuché por primera vez algunos temas de su Purple Rain en la radio. No sé si esa ha sido mi canción de amor: pero entonces aún no sabía de qué manera habría de marcarme; no sé cuántas veces se me han saltado las lágrimas durante el solo de guitarra de esa canción; no sé cuántas imágenes acumulo ya relacionadas con esos acordes. Ese sueño púrpura ha crecido conmigo en mi imaginario.
Cuando a los catorce fui a comprarme el Joshua Tree de U2, en la pequeña tienda de discos que había en la Rambla destacaba sobremanera un enorme póster del Lovesexy: su desnudo integral. El príncipe de Minneapolis y del resto del mundo era un provocador nato. En plena era ultraconservadora del Reaganismo, pocos tan irreverentes y explícitamente sexuales como él. Yo apenas me atrevía a mirar el póster directamente (¿qué pensaría la gente de mí?), pero me regocijaba al ver cómo se escandalizaban ciertas personas que, paseando, lo veían desde la calle a través del ventanal de la tienda.
Su música era funky, y a veces rock y pop y hip hop y era… sexual. Y eso, a un adolescente, le despierta cierto interés. Y en una época en que el personal sabía aún menos inglés que ahora, uno podía incluso cantarlo en voz alta, mientras caminaba o pedaleaba con su walkman (un cacharro parecido a un áipod pero que molaba mucho más).
Mi adicción a Prince comenzó en una habitación o cueva familiar. Esa tarde me pusieron el Soy gitano de Camarón y el Black Album de Prince (en la copia ilegal original). Esa tarde mi vida dio un vuelco. Creo que nunca he vuelto a ser blanco del todo (ni payo, por cierto). Ni a bailar igual.

May U Rockhard in a funky place 4EVA.

PAP


viernes, 15 de abril de 2016

La estrella misteriosa


Lorca es el brillo y el misterio, luz y oscuridad, el sol y la luna, la vida (el amor) y la muerte. Local y universal. Historia y mito.
Tradición y vanguardia, como revela el ejemplo que mi Maestro Alberto siempre nos ponía: aquellos versos del “Romance de la Pena Negra”, donde leemos “Las piquetas de los gallos /  cavan buscando la aurora”, proceden del Cantar de Mío Cid. El Campeador ha sido desterrado y cabalga toda la noche hasta llegar a San Pedro de Cardeña, donde pretende despedirse de su esposa e hijas. Allí llega con bastante rapidez, justo cuando va a amanecer: “Apriessa cantan los gallos / e quieren quebrar albores”. Quieren es un verbo auxiliar (como el “de cuyo nombre no quiero acordarme”, del Quijote); significa que ‘van a quebrar albores’, vamos, que está a punto de amanecer. Pero Lorca interpreta la conjunción copulativa con valor de consecutiva, haciendo que la metáfora piquetas-pico, que es una paronomasia al mismo tiempo, ceda a los gallos el protagonismo de provocar la salida del sol (el Poeta les otorga voluntad con su lectura del verbo ‘querer’).
Lorca es barroco y contemporáneo. No solo estos contrastes, sino la acumulación de imágenes y recursos retóricos, el uso de metáforas prolongadas o dobles metáforas (la guitarra es el femenino y musical símbolo metonímico de Andalucía), o la concepción de la vida como camino hacia la muerte, lo corroboran.
Francisco Rico nos decía que toda la literatura universal podía reducirse a tres temas: amor, tiempo y muerte. En Lorca siempre andan los tres en danza… El tiempo como destino trágico, los reúne a todos. La pasión, el amor (el dolor), tiende a disgregarlos.
La pasión de Lorca es semejable a la Pasión de Jesús. La vida como sacrificio por amor. Por amor a la palabra y por amor a la vida. Pocos seres tan vitales habrán existido como nuestro granaíno universal.
En su comedia dramática El maleficio de la mariposa, Curianito (una cucaracha) se enamora de la mariposa herida, que lo rechazará, pero Curianito le confiesa a su flor: “Amapola, ya he visto mi estrella misteriosa”.
La vida no tiene sentido con un cielo desierto. Cuando no se ve o no se alcanza la estrella misteriosa, se puede recordar, se puede soñar. Y tan intenso es el goce como el dolor; la vida o la memoria. Los deseos fructíferos. Los amores imposibles.

PAP