Anoche fui agredido por un contenedor de basura.
Me aproximé a él con una mezcla de gracilidad felina y lentitud de vieja locomotora. Llegado al destino, empujé con el pie izquierdo la barra metálica que abre la conocida boca de tufos, mientras calculaba la parábola que debía describir la bolsa de basura para unirse a los demás desechos del vecindario.
El primer impulso resultó claramente insuficiente, pues la tapa apenas se abrió un par de palmos. Al dar la pedalada definitiva, que me abriría de par en par la tapa de mi presunto agresor, ya fuera por la superficie plana de mis zapatos, ya por la humedad del ambiente o simple torpeza, mi pie izquierdo se deslizó hacia el suelo, encajado entre el plástico y el metal que, impelido hacia arriba por su resorte de accionamiento, me asestó un golpe, casi mortal, en la cara interior de mi tobillo izquierdo.
Había en las inmediaciones varias decenas de testigos. Mi alarido, por tanto, fue mudo, aunque creo que la luna llena (o la luz de las farolas) hizo brillar las gotas de sudor frío que poblaron mis sienes.
Extraje el pie, empujé con más acierto, la bolsa ascendió con la parábola prevista y se sumó a sus congéneres. Di una calada profunda y, con un dolor inconmensurable, inicié mi regreso a casa, con paso lento como de subida al Calvario, aunque fingidamente seguro.
Transcurridos treinta punzantes metros, me permití cojear, no sin antes cerciorarme, disimuladamente, de que me hallaba fuera del alcance visual de mis espectadores. Un gato escuchó mi sordo ¡aarrgh! y ambos continuamos nuestro camino.
De momento, no se conocen otras víctimas en la zona. Imbuido del espíritu olímpico de estos días, sigo caminando. Pero poco.
PAP