Las cosas,
al dejar de usarlas, se le olvida a uno cómo funcionaban.
Y la vida se
nos está codificando: dime cuántas contraseñas manejas y te diré de qué
padeces.
Desearía acariciar más a menudo las páginas de un libro, pero paso más horas con un bolígrafo (rojo) en la mano o aporreando teclas frente a un
ordenador. Últimamente me siento bastante
algoritmado y teraconfuso, y con la vista cansada de cualquier índole de
pantalla.
¿Y cómo se
entraba aquí? Seguro que anda por la nube… Ya bajará…
¡Ah! ¿Y quién era
yo? (Hoy en día se dice: ¿cuál era mi nombre de usuario?)
Pero la
contraseña no regresa. Y es que hay tantas contraseñas, tantos lugares en los
que uno debe entrar. Y leo en la prensa (digital) que casi todos ponemos las
contraseñas más predecibles. Pero, claro, es que si no son predecibles se
vuelven absolutamente olvidables.
Me cuesta consentir que me conviertan en un ente alfanumérico; no obstante, nunca voy a
permitir que me obliguen a ser binario. Y aún así, me sentiré protegido
siempre que no se me aparezcan un día en casa el negro del guasa’p (porque no le conozco) o la censura prediluviana de pechos propia del librodejetas o instanuncios. Estas contraseñas, por cierto, me las
ahorro.
Sin embargo, ¿y las
contraseñas de aquello especial y único de la vida? Esas no se pueden recuperar
ni pinchando para que te envíen un e-mail, habitualmente a un viejo usuario cuya contraseña no recuerdas.
PAP
PB (PostBocadillo):
“Bobo, cariño, tu contraseña era bobo. Y deja de mirar el televisor, que
lleva tres horas apagado, desde que acabó el partido” (Forges)