martes, 19 de junio de 2018

Contraseñas


Las cosas, al dejar de usarlas, se le olvida a uno cómo funcionaban.
Y la vida se nos está codificando: dime cuántas contraseñas manejas y te diré de qué padeces.
Desearía acariciar más a menudo las páginas de un libro, pero paso más horas con un bolígrafo (rojo) en la mano o aporreando teclas frente a un ordenador. Últimamente me siento bastante algoritmado y teraconfuso, y con la vista cansada de cualquier índole de pantalla.
¿Y cómo se entraba aquí? Seguro que anda por la nube… Ya bajará…
¡Ah! ¿Y quién era yo? (Hoy en día se dice: ¿cuál era mi nombre de usuario?)
Pero la contraseña no regresa. Y es que hay tantas contraseñas, tantos lugares en los que uno debe entrar. Y leo en la prensa (digital) que casi todos ponemos las contraseñas más predecibles. Pero, claro, es que si no son predecibles se vuelven absolutamente olvidables.
Me cuesta consentir que me conviertan en un ente alfanumérico; no obstante, nunca voy a permitir que me obliguen a ser binario. Y aún así, me sentiré protegido siempre que no se me aparezcan un día en casa el negro del guasa’p (porque no le conozco) o la censura prediluviana de pechos propia del librodejetas o instanuncios. Estas contraseñas, por cierto, me las ahorro.
Sin embargo, ¿y las contraseñas de aquello especial y único de la vida? Esas no se pueden recuperar ni pinchando para que te envíen un e-mail, habitualmente a un viejo usuario cuya contraseña no recuerdas.

PAP

PB (PostBocadillo): “Bobo, cariño, tu contraseña era bobo. Y deja de mirar el televisor, que lleva tres horas apagado, desde que acabó el partido” (Forges)