martes, 28 de marzo de 2017

Con los ojos abiertos


Con menos ruido y menos ensañamiento que los que recibió el divino granaíno, pero como consecuencia de la misma ira, ignorancia e irracionalidad, Miguel Hernández Gilabert se nos murió hace setenta y cinco años.
En su primer viaje a Madrid se fue vestido con su mejor atuendo, a saber, sus pantalones menos raídos, un cordel nuevo para sujetarlos y unas espardeñas (alpargatas típicas de los campesinos en Levante, con las suelas de cáñamo o esparto y la puntera y talón de lona, atadas con cintas). Tras su primer encuentro con el finísimo Lorca, este dijo que Miguel olía mal.
Pero Federico no intuía que un poeta también puede ser el hijo de un cabrero. Y no, no es un mito. El Poeta nació en una humilde vivienda, tras la cual se encontraba el corral donde su padre guardaba el rebaño. Una casa con perro huele a perro. Una casa con gato, a gato. ¿A qué podía oler Miguel Hernández? Que a un pastor como el padre de Miguel le pareciera mal que su hijo fuese poeta no era, ni sigue siendo, extraño. ¿A cuántos os gustaría que vuestro hijo, brillante, os dijera que quiere ser poeta? Y, seamos sinceros: ¿cuántas cabras tenéis?


Pero detrás del corral había un huerto. Con una chumbera, una higuera, tan de mi tierra, y su limonero. Allí leía, a menudo a escondidas, el joven Miguel; allí descubrió a los clásicos en libros que compartía con su mejor amigo José Marín (alias Ramón Sijé) y solía prestarle su mentor, Luis Almarcha. Ahí –en su casa y en los campos y colinas de roquedales de los alrededores de Orihuela, y en su colegio y en su huerto- comenzó también a escribir.


Fue apresado en Portugal. Había vendido un reloj (que le regaló Vicente Aleixandre con motivo de su boda –civil). El comprador fue quien lo denunció a la policía de la dictadura portuguesa, que lo entregó a las autoridades franquistas. Y entonces me lo hicieron deambular en paupérrimas condiciones, de prisión en prisión, de provincia en provincia. Ya enfermo, lo trasladaron a Alicante, donde murió por el odio fascista y la tuberculosis, en el “Reformatorio de adultos”, cuyo edificio aún sigue en pie, ahora con mejores fines. Murió con los ojos abiertos. Así vivió, así escribió. Nadie pudo cerrárselos. Ni con la muerte.

La libertad es algo
que solo en tus entrañas
bate como el relámpago.
Miguel Hernández
PAP