Aún recuerdo
la primera cerveza de mi vida. Rondaba los catorce años y fui con mi viejo
amigo a un local llamado Western Saloon.
Me puse mi reloj de indio, mi camisa a cuadros (tenía cremallera en lugar de
botones) y mi cinturón con hebilla, y anduve un buen rato moldeándome un
pequeño tupé: no tenía barba como para dejarme patillas. Y allá que entramos,
dándonoslas de mayores, y allá que nos aproximamos hacia la barra, tan serios
como estirados (yo un poco más de ambas cosas). Mi leal amigo, que ya tenía
experiencia cervecil adquirida en un pueblo de la Franja de cuyo nombre no
quiero acordarme, se dirigió al camarero con un aplomo ejemplar para mí, y le
espetó: “¡Dos quintos!” El camarero le miró con cara de sorpresa, y con una
sonrisa seguramente burlona le contestó que solo tenían ‘medianas’ (conocidas
como ‘tercios’ en el resto de la Península: botellas de 33 cl.). Con cara algo
compungida, me miró; yo asentí (haciéndome el chulo) y él (haciéndoselo más) dijo,
dando un leve puñetazo en la barra: “¡Pues dos medianas!”. Recuerdo que aquella
tarde le gané al billar americano (seguramente por los influjos etílicos,
porque solía ganarme él) y que, de vuelta a casa, no conseguía caminar en línea
recta en plena Rambla.
Mi
tolerancia a la cerveza y mi paladar se han refinado notablemente desde
entonces. Me encantan las cervezas españolas. Sin embargo, hoy saldremos de
nuestras fronteras en este paseo cervecero.
La cerveza
checa puede que sea la mejor cerveza del mundo. El lúpulo que utilizan es de
una calidad casi legendaria. La reina es para mí la Pilsner Urquell (4.4 %, 1.25 €), la pilsen original que se sigue elaborando en la misma fábrica donde
se fundó, hace casi doscientos años. Antes me gustaba más la afrutada Budejovicky Budvar (5.2 %, 1.35 €), de
donde plagió el nombre, no la calidad, la norteamericana Budweiser.
Aunque las cervezas belgas más populares suelen ser muy dulzonas, a menudo de trigo (como las alemanas) o de malta, a mí me encanta la Stella Artois (5%, 1.15 €), una cerveza ligera, una lager clásica que entra como el agua y nunca carga el paladar.
La Red Stripe (4.7 %, 1.80
€) es una cerveza jamaicana que servían en un local mítico de Sabadell, La dimensió desconeguda. Ahora la
consigo por Internet. Conocida por tener una botella diseñada para beber de la
misma, cosa no recomendable con cualquier otro botellín, es algo dulce sin
resultar empalagosa; sus notas de amargor y lúpulo son muy sutiles, y tiene uno
de los retrogustos más especiales de las cervezas tipo lager. Cada trago se asocia con facilidad en mi memoria a las
caras, las canciones de la Dimen, los
graffitis de Werens, a un Sabadell y
un yo y un nosotros de un pasado que,
como este mismo instante, nunca podrá volver. Salvo en sorbos.
¡Salud!



