sábado, 26 de marzo de 2016

Un rey y dos rebeldes


Una cosa es lo que vivimos y otra, a veces muy distinta, es lo que pueden contar sobre lo que hemos vivido. Imaginad que, no ya vosotros mismos, sino otras personas, explican algo sobre vuestra vida de aquí a cuarenta o cien años, a partir de lo que recuerdan que vieron, o lo que les contaron, sobre vosotros. Algo así sucede en el Nuevo Testamento. El testimonio más reciente es el de Marcos, escrito entre 30 y 40 años después de la muerte de Jesús.
No voy a plantear un debate entre fe e historia. No soy creyente. Solo un lector. Así que tan solo me expresaré a partir del análisis de textos históricos, jurídicos y de los Evangelios. Y de las enseñanzas de mi profesor Josep Montserrat Torrents.
Para empezar, es muy posible que Jesús no naciera cuando lo celebramos, en Navidad (‘natividad’), sino que las primeras comunidades cristianas lo hicieran coincidir con el solsticio de invierno, por el simbolismo que tiene el hecho de que el día comience a ser más largo: “Ego sum lux mundi”.  La figura de Jesús para el cristianismo actual guarda ciertos paralelismos con el culto al dios egipcio Ra. Y en Egipto (bajo influencia helena) se extendió uno de los primeros focos de seguidores cristianos. De hecho, las fuentes conservadas del Nuevo Testamento están escritas en griego y no en arameo, la lengua de Jesús.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que ni los romanos ni los judíos crucificaban a los ladrones. Estos últimos les cortaban una mano y los primeros los torturaban y los encarcelaban. Los judíos no aplicaban la crucifixión como pena capital, sino la lapidación, como demuestra el propio Nuevo Testamento en el ejemplo de la mujer adúltera.
En el derecho romano, la crucifixión se empleaba como pena capital en distintos casos: robo agravado con muerte o peligro de muerte (piratería, asalto en descampado…), asesinato por envenenamiento, brujería, y la laesa maiestas, es decir, el desacato o la rebelión frente al Imperio Romano. Creo que cualquier mente sensata descartaría los tres primeros casos para Jesús de Nazaret.
A Jesús, en la señalada fecha judía de la Pascua, lo reciben en Jerusalén con palmas y bajo el cántico ¡Osana! Es el recibimiento propio de un rey, del heredero mesiánico (anunciado en el Antiguo Testamento) del trono de David. Cuando Jesús anuncia el reino de Dios, como buen judío, lo que defiende es un estado independiente de Roma, que se rija por la Torá, la ley judía. Es lo mismo que anunciaba Juan el Bautista en sus visiones apocalípticas: el reino de Dios, donde la política y la religión serían una misma cosa,  acabaría con su mundo (en el que estaban sometidos a Roma, como antes habían estado sometidos a Babilonia y a Egipto, los mayores imperios de la antigüedad). Y eso solo sería posible si el pueblo judío recuperaba su tierra prometida por el mismo Dios, si regresaba la época gloriosa de los reinos de David y Salomón, a manos de su descendiente, su ”hijo”. Los pasos de Jesucristo en el NT parecen seguir las predicciones de la parte profética del Antiguo Testamento, sobre todo en Ezequiel e Isaías. La inscripción que se puso sobre la cruz (INRI) rezaba: Jesús Nazareno, Rey de los Judíos.
Los nazarenos eran una secta cuyos miembros juraban no cortarse el pelo hasta lograr la expulsión de los romanos de su tierra. Los sicarios, otra secta más agresiva a la que pudo pertenecer Judas Iscariote, o incluso Barrabás, preferían métodos más radicales. Judas ha pasado a la historia como adalid de la traición. Pero si Jesús fue consciente de la necesidad de sacrificarse, o incluso de su carácter divino, ¿no tendría sentido que le pidiera a su hombre de más confianza que cumpliera con lo que estaba escrito? Incluso si ello supusiera su condenación eterna a ojos de la humanidad, Judas debía estar seguro de que Yahvé conocía los entresijos del asunto. Puesto que para un judío (cristiano o no), el suicidio era un atentado contra el mismo Dios (artífice de la vida), ¿no pudo ser esa la primera y la mayor muestra de amor por Jesús, al no poder resistir la pérdida de este?
Otro capítulo aparte merece la situación de María Magdalena. Presentada como una simple pecadora que, desde su encuentro, sigue a Jesús más allá de la muerte (es la primera que presencia y explica la reencarnación de Cristo), la interpretación que un papa del siglo VI le quiso dar al personaje la convirtió en una prostituta. Es cierto que en el siglo I, solo una prostituta o una esposa judía andaría por descampados y desiertos en compañía de un hombre. Pero algunas teorías actuales defienden que la Magdalena pudo ser la mujer de Jesús. Es posible incluso que ejerciera una misión fundamental en los inicios del cristianismo. Y la vida de un judío ordinario, concretamente la de un rabino del siglo primero, explican que un hombre de treinta años estaba, por norma, casado (la esperanza de vida no excedía en mucho de los cuarenta…)
Que Jesús fuera un sedicioso es propio de un ‘buen judío’ de buena familia en el siglo primero. También que fuera un profeta y que defendiera nuevas tesis dentro del judaísmo, pues era muy frecuente. Los cuatro evangelios canónicos, en el apresamiento de Jesús, hacen referencia a que sus acompañantes (al menos algunos) iban armados con espadas. La espada era un arma de guerra, no de defensa personal como serían la daga o el puñal, sino pensada para el combate, como hoy sería una ametralladora. ¿Y qué hacía un grupo de gente armada, en plena Pascua judía, a las puertas de la antigua capital del reino de Israel? ¿La entrega de Jesús no fue, en realidad, un pacto a cambio de salvar a los hombres y mujeres que lo acompañaban, a su ejército? ¿Fue alguien que vino a sacrificarse por toda la humanidad, o alguien que, en un momento dado y por unas creencias y fines concretos, ofreció su vida a cambio de las de los suyos? Y los dos presuntos ladrones que junto a él fueron crucificados, ¿no murieron por la misma causa? ¿Fueron sus motivos muy distintos a los de Judas de Galilea, Juan de Giscara o Simón bar Giora?

PAP