Aragón tiene siempre el color del otoño. El comercio aquí rotula aún con pintura, sin neón, y todo el mundo se saluda.
Calatayud es un lugar en mitad del camino, pero de un camino que se perdió hace tiempo, bajo la velocidad de los nuevos tiempos: la llegada de la autovía hundió su economía, que el AVE no ha podido levantar. Es un pueblo ubicado en esa época en que la vida transcurría más despacio. Por eso aquí las gentes no te indican la dirección, te acompañan al destino.
Como ocurre en tantas ciudades españolas, su centro histórico se halla bastante deteriorado y acoge una curiosa mezcla de población autóctona envejecida y sangre joven de la inmigración. Descampados de una población que fue una villa de cinco castillos, adornada de arte mudéjar, un pueblo cubista de paredes convergentes.
Balanceándome sobre una mecedora decimonónica en el Mesón de La Dolores, evoco e imagino esa alternancia de luces y sombras que han mutado la Bilbilis romana en ciudad de alcurnia, fuente de literatura, lugar de paso y de comercio y origen de misiones en América.
Aquí vivió y enseñó Baltasar Gracián, el talento conceptista que cierra la época dorada de nuestras letras, y que ahora da nombre a una excelente colección de vinos con denominación de origen. Otro vino muy recomendable es el Fabla, de la cooperativa del Jalón, en Maluenda, un garnacha delicioso a un precio asequible.
El Monasterio de Piedra es un templo de agua y verde, un paraíso donde los sarracenos fundaron un castillo, los cirtescienses un monasterio, y hoy se ha convertido en un parque de atracciones natural, más auténtico que la mole fantasma que en la capital aragonesa se hizo en nombre del agua. Allí se hizo chocolate por primera vez en la Península; allí la iglesia mira al cielo.
Ir a Aragón es darse un homenaje, sentirse bien tratado y bien servido, tratar con personas que no hacen de su vida un teatro, que se te ofrecen de cara, con toda su autenticidad. Visitar Aragón es volver a la España que fuimos no hace tanto tiempo, y quizás reflejarse en la España que realmente somos cuando se nos caen las máscaras.
PAP